12 de diciembre de 2007
Teatro Colón
Carlos González, Luthier de Vientos
"Bienvenidos. Esta es la sala de emergencias. El lugar donde sedestripan, se curan y se vuelven a armar los instrumentos de viento yde cuerdas -en estado de hipocondría o daño cierto, en cinco minutos oen una semana, en el intervalo de un concierto o en el tiempo de unparpadeo- de la Filarmónica y de la Orquesta Estable del Teatro Colón. González sólo se ocupa de los vientos."... Esta cálida nota fue publicada originalmente en el año 2002, y la reproducimos aquí, ya que lamentablemente ha sido sacada del sitio oficial del Teatro Colón.
Por Leila GuerrieroAfuera llueve. Pero hasta acá sólo llega el susurro acolchado de una tubería artificial que empuja el aire acondicionado por los pasillos.
Un piano hace do fa do si. Después se calla.
No hay ventanas. Nunca hay ventanas.
Hay un espacio circular repleto de armarios de metal con su candado, donde los músicos guardan su ropa. Pero no hay músicos. Hay, sí, un perchero con perchas que se mecen, vacías.
A través de esa puerta delgada se sube al foso de orquesta. Ese corredor curvo desemboca debajo del escenario. Supongamos que ahí arriba, ahora, estuviera cantando Plácido Domingo. Supongamos que aquí abajo ese gato siguiera sentado tan orondo. Tan gratis.
-- Está lleno de gatos. Yo me llevé una gata a casa. Mi hija le puso Susanita.
Carlos González, luthier de vientos de la sección Luthieres del teatro, abre la puerta estrecha que lleva al foso de la orquesta.
-- Por acá se va al foso. Ahora no se puede, porque hay montada una estructura de madera para la ópera que viene este mes.
Cuando la orquesta ensaya, cuando hay función, desde el taller de González se escucha todo y entonces González se queda ahí, como el gato debajo del escenario. Orondo. Gratis. Debe ser impresionante: el chorro de música cabalgando como un animal suntuoso por estos pasillos curvos, metiendo las fauces gloriosas en este cuarto chico, en este taller donde el hombre escucha las voces de la flauta, el fagot y el clarinete con una mezcla de orgullo y pánico, porque él los conoce a todos. Todos pasaron por sus manos: los caprichos de aquel corno inglés, las complicaciones de aquel oboe, las contracturas de esa flauta.
Sala de emergencias
Bienvenidos.
Esta es la sala de emergencias. El lugar donde se destripan, se curan y se vuelven a armar los instrumentos de viento y de cuerdas -en estado de hipocondría o daño cierto, en cinco minutos o en una semana, en el intervalo de un concierto o en el tiempo de un parpadeo- de la Filarmónica y de la Orquesta Estable del Teatro Colón.
González sólo se ocupa de los vientos. De las cuerdas se encarga Federico Sanz, un luthier de Rosario que viaja especialmente: de él es esta lluvia de violines que cae del techo. Esa muda procesión de madera pendiendo como uva, esos arcos perezosos.
De González, luthier de vientos desde 1992, año en que inauguró la sección, son esta mesa de trabajo y este caos organizado del que brotan los lánguidos dedos de las flautas, los esqueletos ortopédicos de los oboes.
-- Yo era luthier de vientos desde mucho antes, entonces ya conocía a todos los músicos que estaban acá porque todos me llevaban los instrumentos a mí.
En su casa, donde también tiene taller, hay órdenes severas de no entrar a limpiar o acomodar.
-- Tengo tres o cuatro instrumentos desarmados a la vez, pero yo sé dónde va cada cosa. Mi señora, en el taller que tengo en casa, no toca ni un papelito. Y eso que es fanática de la limpieza y el orden.
Él conoce el mapa del caos con obsesión de militar en guerra. Ahora mismo, en este lugar, hay cilindros de corcho tamaño hormiga, mucho papel de armar cigarrillos, trocitos de metal, estuches, y un amontonamiento mutante y general.
-- Esto es como la sala de emergencias. Hay que estar muy canchero. Hay músicos que diez minutos antes de empezar una función vienen con que: Uy, me pasó tal cosa. O corren en el intervalo para arreglar tal otra. Cada vez que hay función estoy acá, de guardia. Me acuerdo que una vez, hace años, cuando yo todavía no trabajaba acá, había venido a entregar un instrumento y andaba por los pasillos de casualidad. Estaba por empezar el concierto y a un muchacho se le golpeó el clarinete y se le doblaron dos llaves. Todas retorcidas. Y tenía que tocar un solo. Una desesperación... Así que en cinco minutos le tuve que enderezar las llaves.
Pero no siempre sale bien. Una vez salió mal: la vez del clarinetista de la Filarmónica y aquel olvido feroz.
-- Me había dado un clarinete para arreglar. Yo todavía trabajaba en casa. Se lo traje una hora antes del concierto y cuando abre el estuche me dice: Ah, pero falta la llave de acá. Me había olvidado de ponerle una llave al instrumento. Era una llave adicional, que no era importante, pero... me quería morir. Fui a mi casa, que queda en Munro, a buscar la llave. Y volví. Llegué tarde, cuando estaba todo empezado, pero otra cosa no podía hacer. Fue horrible, la verdad. Y otra vez terrible fue... yo nunca tuve un accidente con un instrumento, jamás se me cayó, ni se me rompió, ni se me golpeó. Un día le tiendo un estuche a un cliente, el estuche estaba mal cerrado, el instrumento se resbala y se cae. El hombre habrá dicho: pero qué clase de tipo es éste. Era la primera vez en la vida que me pasaba, pero cómo se lo explicaba. Igual no me iba a creer.
Todos pasan por ahí. Los preocupados porque la flauta tiene una pérdida de aire y suena mal. Los perfeccionistas del clarinete bajo. Los quisquillosos del piccolo. Los solistas como Claudio Barile.
-- Con el instrumento del solista uno pone particular empeño porque quiere que suene muy especialmente. Después, cuando se lo escucha en la función, es como escucharse un poco a uno mismo. En realidad tendría que ser al revés. En realidad debería poner ese empeño sobre todo en el instrumento del que no toca tan bien, para que el instrumento en cierto modo compense.
Y entonces, como si fuera casualidad, una voz delgada dice: Permiso. Patricia Da Dalt, flauta solista de la orquesta Sinfónica Nacional, viene a probar la flauta de una amiga.
Carlos se levanta y, con la naturalidad de un joyero que muestra esmeralda colombiana máxima pureza, abre un estuche y dice:
-- Probala.
Ella sopla despacio. Mueve los dedos. Dice que está tan blandita, que quedó bárbara. Después agradece, toda sonrisa, y se va. González cierra el estuche. Se sienta en su silla de madera.
-- Esta chica tiene una flauta de oro. Las flautas son de hueso, de madera, de platino, de plata, de oro. Una buena flauta cuesta entre ocho y treinta mil dólares. Y, cuando le ponés la mano encima a algun instrumento fuera de serie, como una flauta de oro, te tiembla todo. Es como tener un bebé en brazos.
Artesano del aire
Gradassi se llamaba el luthier de vientos que vivía en Banfield y que lo recibió buenamente en su casa cuando González era pleno adolescente. A los diecisiete empezó a estudiar flauta, pero no pasaba día sin que destripara al pobre animal y lo expusiera a la furia enmendadora de sus dedos. Como González era bueno y jovencito, Gradassi lo dejó aprender algunas cosas. Otras, no. Los luthieres son gente de secretos bien guardados.
-- Nunca se ponía a hacer algún trabajo si estaba yo o si había alguna otra persona. Eso es muy común en los luthieres. Pero yo no creo en los secretos. La persona que hace un buen instrumento lo hace bien porque lo hace él. Puedo ponerme a su lado, hacer lo mismo, y no me va a salir igual. Si hubiera una explicación de manual, todos podrían hacer buenos instrumentos.
De curioso, de autodidacta, aprendió lo que sabe. Empezó arreglando su propia flauta; después el instrumento de algún amigo; después metió mano en otros vientos. De la flauta al fagot, del fagot al clarinete, del clarinete al oboe. Así, como quien no quiere, una profesión fue devorando a la otra: en los 80 hizo su último trabajo profesional como flautista y desde entonces ejerce el talento de hacer que el aire suene como debe. Un chorro de oro. Una garúa de perlas delicadas. Nunca fabricó una flauta de principio a fin pero, curioso por oficio y profesión, llegó a inventar de ingenio propio partes del instrumento que ya había inventado el ingenio ajeno. Como le pasó con el fieltro.
-- Muchas flautas tienen recortes de corcho debajo de unas patitas que van al costado. El corcho evita que las patitas hagan ruido cuando chocan con el metal. Yo siempre había buscado algo para reemplazar el corcho y un día lo resolví recortando el fieltro de un sombrero viejo. Mucho tiempo después, vino una clienta que había estado en el taller de un fabricante muy bueno en Estados Unidos y me dijo: ¡No sabés qué bárbaro el tipo, qué ingenioso! ¿Sabés qué usa en vez de corcho? Fieltro de sombrero. Para entonces, hacía diez años que yo usaba fieltro de sombrero.
Clarinetes, fagots, cornos ingleses, flautas, flautines, flautas en sol, clarinetes bajos. Los secretos del viento transformado en sonido. Pero González siente un dulce amor por la flauta y un temor reverencial por el oboe.
-- Es sumamente difícil de arreglar. Tiene muchísimas piezas, muchas combinaciones. Una flauta tiene dieciséis llaves y dieciséis agujeros. Pero el oboe tiene la misma cantidad de agujeros y solamente en la parte de arriba lleva veinticinco llaves.
De ese caos que no perdona un centímetro cuadrado de mueble, González rescata el estuche tan temido. Lo abre. Un oboe muestra los dientes. Un monstruo de cuarenta piezas diferentes. Una masa ortopédica fascinante.
-- Tiene tornillos para ajuste, llaves por todos lados. Los oboes y los clarinetes, además, tienen el problema de la madera. La madera se raja.
La flauta tiene un principio simple como el viento: el aire entra en la embocadura, golpea contra una pared y sale tranformado en nota musical.
-- Pero es delicada porque, si el cierre de los orificios no es perfecto, no suena bien. En instrumentos como el clarinete, que tienen una caña que vibra, una pequeña falla no se nota, porque la caña vibra igual. Pero en la flauta cualquier pérdida de aire se nota mucho.
Cada loco con su tema, dice González: los metales con sus boquillas, los fagots con las cañas. Y las flautas con las embocaduras.
El secreto de la flauta
-- Acá.
Dice González.
-- Acá está el secreto de la flauta.
Esgrime una embocadura de plata, tiesa como una bala tiesa.
-- El buen sonido está acá. Si esto es bueno, el instrumento es bueno. Esto siempre se puede arreglar, salvo que se parta al medio o se aplaste. Puede pasar. Me acuerdo que una vez un muchacho me trajo una flauta aplastada. Él iba en moto, la flauta se le cayó de la mochila y la pisó un auto. Es terrible eso, ver una flauta de éstas así no es agradable. Sobre todo porque flautas como ésta cuestan ocho mil dólares. Pero tampoco es agradable ver al músico al que le pasa una cosa así.
Dice que no hay demasiados secretos, que una flauta es un tubo y que ese tubo se hace en una fábrica que es, en definitiva, una siderurgia. Claro que cada una de estas fábricas guarda celosamente la misteriosa fórmula de la aleación de los metales. Esas aleaciones se hacen a veces según indicaciones precisas de los luthiers que, después, transforman ese tubo perfectamente afinado en do grave en un instrumento de excepción.
-- El tubo ese tiene que tener diecinueve milímetros de diámetro interior. Y de ese tubo se saca un pedazo para hacer la embocadura, que lleva todo un proceso, porque es cónica. Por eso: si esto es bueno, la flauta es buena. El sonido de la flauta está acá.
En la pared, como quien quiere contemplar seguido las joyas de la corona, él colgó un póster: una foto que muestra los dedos de metal terso y los brillos sedosos de las embocaduras de flauta de Salvatore Faulisi, luthier de origen italiano que vive en Francia.
-- Él es uno de los mejores haciendo embocaduras. Una vez vino y lo conocí. Nos hicimos amigos. Me regaló algunas herramientas especiales. Porque este oficio también tiene eso: tenemos que fabricarnos las herramientas específicas.
En esto, como en todo, también vale el ingenio. Sobre la mesa de trabajo de González hay papel de armar cigarros. Mucho. Dos o tres paquetitos, todos empezados.
-- No, no son para armar tabaco. Son para probar las llaves de las flautas. Yo meto un papelito de armar acá...
González abre la llave para que entre el papelito.
-- ...y entonces cierro la llave, el papelito queda presionando, y lo voy girando y voy tirando. Ya tengo la mano acostumbrada a la tensión y la fuerza que tiene que hacer el papel. Según eso, me doy cuenta de si cierra bien o si tiene pérdida, si la zapatilla está bien o mal colocada.
Porque si la embocadura es importantísima, hay otra cosa en la flauta que es fundamental. Y esa otra cosa se llama zapatilla.
Luthier en los mataderos
La zapatilla es un disco de fieltro forrado de piel. Es lo que hace que los orificios cierren a la perfección y no haya pérdida de aire. Si la fabricación de una zapatilla no ofrece complicaciones, la colocación sí es difícil. Claro que González, años de calzar zapatillas, es un experto. Pero durante 1982, plena guerra de Malvinas, ya no pudo girar dinero a Francia para que le enviaran zapatillas desde allá.
-- Decidí empezar a hacerlas yo. El problema es que la zapatilla va recubierta de una piel natural de intestino de vaca. Pero hasta ese momento, yo no sabía qué tipo de piel era, de qué parte de la vaca se sacaba. No es el tipo de información que uno puede pedir llamando por teléfono a una fábrica. Uno puede hacerlo, puede preguntar, pero nadie va a soltar prenda.
Y así fue como, durante mucho tiempo, la tripa fue su obsesión. Cambió su vida tranquila, de taller en el fondo de casa, por un vía crucis por mataderos en pos de un grial aciago: el descubrimiento del tripón. A Liniers, dice que iba, con un pedacito así y así de piel, como muestra de botón para que los triperos identificaran de qué lugar de todos los lugares de la vaca salía ese colgajo.
-- Me iba al matadero desde la mañana hasta la tarde y me daban una cosa, la probaba, no servía, probaba otra. Probé de todo. Lo que mejor andaba era la vejiga, que tiene buena piel, pero se sacan pedazos muy chiquitos. Yo había leído libros y sabía que a esa piel se le dan distintos nombres: la llaman pad skin, piel de zapatillas. Otros la llamaban blader, que en inglés quiere decir vejiga. Y también la llamaban goldbeater skin. Goldbeater se llamaba a los tipos que hacían láminas de oro, golpeando el oro con un martillo. Los llamaban así porque ponían un pedazo de esa piel para golpear arriba y no lastimar el oro. Un día, en una tripería me atiende una mujer a la que le gustaba mucho la música, tenia una hija música, venía al Colón. Le empecé a preguntar y me dice: A ver, ¿podrá ser que salga del tripón?.
Apenas tuvo tiempo para pensar qué sería aquello del tripón, cuando la mujer apareció chorreando tripas frescas y González tuvo la emoción más grande de su vida.
-- Apenas lo vi dije: ¡Uy, es esto!. ¡La emoción que sentí ese día!... Encima la mujer me dice: Nosotros lo exportamos mucho a Europa, porque en Alemania hacen un fiambre al que llaman fiambre de oro, y lo envuelven con esa piel para que no pierda humedad. Le voy a mostrar. Me trae los biblioratos, me dice: Mire, acá tengo un pedido de treinta mil. Leo y decía: Treinta mil goldbeater skin, y casi me muero.
Pero, en lugar de morirse, se puso a producir al por mayor. Le mandó muestras a Wetherley, un reparador de flautas de Nueva York, que le dijo que esas zapatillas estaban muy bien, que si no quería fabricar para vender.
-- Así empecé. Después mandé a otra fábrica y me compraron también. Pero era un trabajo de locos. Esa tripa está recubierta por una piel muy finita, hay que sacarla con cuidado, lavarla, hacerle un proceso, secarla. No todas sirven. Hay algunas que son muy gruesas, otras que son muy finas, otras que están perforadas. Se sacan tres gramos de piel, con suerte, de cada una. Y de cincuenta quedan diez o cinco.
Así fue como, durante un tiempo, la casa de González se convirtió en saladero.
-- Era un asco. Es que yo llevaba de a cuatrocientas pieles, y a todas se les hace un proceso, se las seca, se las tira sobre una madera, se las sala, y eso da un olor muy fuerte. Todo eso yo lo hacía en mi casa. Después dejé.
El mérito es ajeno
Ahora es otra vez el pasillo. El lugar redondo donde respiran todos esos armarios de metal con puertas y candados, pero sin músicos. González camina despacio, muestra orgulloso.
-- Los primeros días de trabajo acá en el teatro, me perdía. Me desorientaba. Perdía la noción de dónde estaba, si Tucumán estaba para allá o para allá. Y no te alcanzan los ojos para mirar todo. Es muy muy muy hermoso este teatro. Yo no podía parar de mirar la sala. Iba a la sala y la miraba... y me parecía tan hermosa.
Ahora, cuando hay concierto o ensayo, la música corre por los pasillos y se mete en el taller de González con relinchos de reina. Con aires de tremebunda madama sin corset. El pasillo está flanqueado por estuches vacíos de instrumentos desmesurados. Una vez, hace mucho, le hicieron una broma: le tapiaron la entrada al taller con una inmensa pila de estos estuches. Infranqueable cual china muralla. Dice de regreso en el taller, sentado en su silla de todos los días, que las bromas y las supersticiones son moneda corriente, pero que basta con respetar la ley: no vestir amarillo, no silbar en el escenario, no mencionar el nombre de cierta ópera que conocemos todos y que no se nombra.
-- Yo esto lo siento como un oficio, no lo veo como un arte. Antes, cuando no lo hacía, me parecía que fabricar una flauta tenía que ser muy difícil. Pero después, cuando uno lo hace, está tan metido que no le da importancia.
Por ese pasillo se pierden unos pasos. Desde ese otro llega el lejano ronroneo de la calle.
-- A lo mejor, a un músico le cuesta ponerle una zapatilla a la flauta; viene acá y yo la pongo en diez minutos y se queda asombrado. Pero yo no podría tocar un concierto de Mozart en una flauta; viene el músico, lo toca como quien toca el Arroz con leche, y yo me quedo con los ojos así.
-- ¿No molesta no ser de los que salen a saludar?
-- No, no. No. Porque el mérito es del que está ahí, poniendo la cara. Lo mío es un granito de arena, pero el músico que está ahí... eso es muchísimo más difícil que esto.
Dice González, acariciando el lomo granulado de una flauta de plata.
-- Ellos... ellos tienen una responsabilidad más grande. Mucho más grande.
© Copyright 2002. Teatro Colón.
Esta nota fue publicada originalmente en la revista del Teatro Colón en el año 2002 y lamentablemente ha sido sacada del sitio oficial del Teatro Colón.