Buenos Aires,
13 de octubre de 2009
"Yo estuve allí ". Mi experiencia en música de cámara
Elegimos nuestro instrumento cuando somos niños y la razón aún no imperó sobre la intuición. Y es con esa fuerza original con la que emprendemos la marcha, sin cuestionarnos hacia dónde vamos: somos pura pulsión de vida. Sin duda hicimos la elección correcta, lo sentimos cada vez que nuestro maestro colma nuestra sed clase por clase.
Por Patricia Da Dalt, Buenos AiresSoñamos todos los futuros, lejanos países: todo será nuestro. Nos imaginamos la vida de músico "por afuera", la cual quedará signada por el juego entre las propias posibilidades y aquellas que nos brinde el entorno. Pero nunca vislumbramos siquiera ( tal vez sólo desde aquella intuición de niño) lo que se abriría ante nosotros, en cada nueva etapa de la vida y probablemente hasta el final: el mundo de la música, el que nosotros habitamos, dentro del cual estamos día tras día.
Pero ¿qué es para nosotros, los intérpretes, los músicos, la música? Es en la música de cámara en donde estaría "la música", si la entendemos como un fluir en el diálogo (aunque sea con nosotros mismos), un andar que en sus múltiples frases contiene verdades que no podemos asir, sólo escuchar, sólo sentir. Quiere decir que siempre estamos frente a un discurso que abordamos, sea la obra para uno, pocos o muchos instrumentos. En este sentido podría decirse que toda la música es música de cámara.
Entre nuestros colegas, son los buenos camaristas los intérpretes íntimamente más admirados (aunque a veces para el gran público no sean los más famosos). En el trabajo de orquesta sinfónica, los directores nos piden mayor comunicación entre los distintos instrumentos diciéndonos "como si fuera música de cámara", invitándonos a realizar el esfuerzo de comprometernos a interactuar con los otros, seduciéndonos con su magnetismo para tenernos a todos en su batuta o en su mirada, inquisidora a veces, rogativa otras. Automáticamente todo cobra mayor vitalidad e interés.
¿Y cuando tocamos solos? Recreamos ese universo asumiendo todas las voces, intentando encontrar en nuestro instrumento todos los colores, texturas y personajes que (según nosotros) nos pide la obra. Solitario e introspectivo trabajo de extender un poco más allá los límites de nuestra expresividad en la comunicación.
Pero si al ser solistas debemos ocupar todos los sonidos, al integrar grupos sinfónicos tendremos que sobreponernos a las distancias que crea la cantidad para el discurrir. Allí queremos entregarnos al director, que él nos haga decir, nos ordene, para que el todo no anule al uno. Si él nos pide, queremos darnos, y si ocurre el milagro de la entrega en el escenario, ese mágico vibrar de tantos músicos juntos recreará la energía que está en la música. Si tenemos el privilegio de integrar ese grupo sinfónico, nos sorprenderá todas las veces, por años, esa voz del corno o del timbal que a lo lejos nos contesta como si estuviera muy cerca, nos sorprenderá ese vértigo de quedarnos solos de repente con la frase a nuestro cargo, o esperaremos ansiosos nuestra inclusión en lo que el otro viene diciendo. En todos los casos las cualidades del director de orquesta serán determinantes para esta experiencia.
Es en el pequeño ensamble, en nuestros trabajosos tríos, cuartetos y quintetos en donde lo tenemos todo: el espacio necesario para ser nosotros mismos y la necesidad de armar el discurso con los otros y su propia necesidad. Allí el desafío es enorme y también el goce.
Desde lo técnico, la búsqueda sonora nos abre a las infinitas posibilidades de ser juntos uno, sin anular nuestras características personales, ya que en ese transcurrir del tiempo habrá espacios de unión y fusión y otros de total diferenciación. Nadie pudo habernos enseñado a encontrar el sonido grupal, porque cada uno de nosotros se expresa en sonoridad, timbre, vibrato, formas de decir tan irrepetibles como cada ser. Desde lo humano, ese trabajo, logrado después de mucho esfuerzo y en pocos momentos, nos da una intimidad muy particular con nuestros colegas: hemos vivido juntos algo que hemos creado.
Después de los años juveniles, de estudio y formación, necesitamos diferenciarnos e independizarnos de nuestros maestros, asumir la responsabilidad de tener algo que decir o proponer, tener discípulos nosotros mismos. Aquí comienza la ardua tarea de aprender para crecer cuando ya nadie nos indica claramente el camino. En este punto, son nuestros colegas, sin ningún límite de edad, los que nos darán un impulso cuando estemos varados, y es en los ensayos con ellos en donde nos transmitirán por otras vías sus conocimientos y búsquedas, sus íntimos desvelos al trabajar el sonido, la compartida frustración de no lograr todavía lo deseado y el convencimiento de que podemos llegar a más.
¿Cuál sería entonces nuestra estrella a seguir?
Que cada músico y cada oyente diga después del concierto, secretamente, con íntimo orgullo: "yo estuve allí".